En un valle lejano rodeado de montañas nevadas, vivía un monje llamado Kalsang. Él se dedicaba a enseñar a los jóvenes aldeanos sobre la impermanencia y la compasión, dos pilares de su práctica espiritual.
Un día, mientras Kalsang y sus discípulos caminaban por el bosque, se encontraron con una serpiente en el camino. Los discípulos, asustados, instintivamente recogieron piedras y palos para defenderse.
«Deteneos,» les dijo Kalsang con calma. «Observad la serpiente, no como un enemigo, sino como un ser viviente atravesando su propio camino de vida.»
Los discípulos, aunque aún temerosos, bajaron sus armas y observaron. La serpiente, que inicialmente parecía amenazadora, simplemente cruzaba el camino lentamente y luego desaparecía en la hierba alta.
«Como veis, todo es transitorio,» explicó Kalsang. «El miedo que sentisteis, la amenaza que percibisteis, todo pasa. Así es todo en la vida.»
Los discípulos asintieron, comprendiendo la lección sobre la impermanencia, pero uno preguntó: «Maestro, ¿cómo podemos perdonar a un animal que podría habernos hecho daño?»
Kalsang sonrió y respondió: «Para el que sabe amar, todo es perdonable. Si veis a todos los seres como parte de este mundo cambiante, entenderéis que, al igual que nosotros, actúan según su naturaleza. Perdonar no significa olvidar el peligro, sino liberarse del rencor y ver con compasión.»
Desde ese día, cada vez que los discípulos veían una serpiente, recordaban las palabras de Kalsang. Aprendieron a ver más allá del miedo y a responder con amor y perdón, reconociendo que cada momento, como cada ser, es simplemente una parte del flujo constante de la vida.