EL JAPÓN (año 1929)
por JIDEKO SELLÉS ÓGUINO DE VIDAL
5.- LA MUJER JAPONESA
Fina, delicada como una sutil figulina de porcelana, esta preciosa musumé es la representación del tipo de belleza femenina. |
La mujer japonesa es buena. Todas sus excelentes condiciones caben en este adjetivo. La mujer japonesa es virtuosa, amable, resignada, paciente, exquisita y de una belleza—aunque exótica para las normas de Occidente—delicada, sutil, un tanto etérea, como las graciosas figulinas de sus hornos, cuajadas más que con caolín, con suspiros.
Salvo las aristócratas y gentes de suposición, la mujer del pueblo no disfruta al matrimoniar del respiro que para su paz y para sus futuros deleites le promete el refrán castellano, que reza : «el casado, casa quiere». La tierna esposa no gozará completamente de las delicias de la intimidad, de la tibieza del hogar propio. El marido japonés no pone casa. La nueva esposa residirá en la antigua morada de su amo y señor, junto a los padres de éste, bajo la vigilancia y dirección de la suegra, a la que obedecerá y atenderá sin proferir la protesta más leve.
Al esposo lo servirá y adorará como a un dios, esforzándose por adivinar no sólo sus necesidades, sino hasta sus menores caprichos. Así han ido aprendiéndolo desde su más tierna infancia en sus hogares, viendo cómo su madre servía y acataba la voluntad de su esposo. La mujer ha de ser la primera en levantarse y la última en recogerse, atenta siempre a los quehaceres de la casa. A los pocos meses de casada se afeitará las cejas y se teñirá los dientes de negro, sacrificando así su belleza en honor al marido, para demostrar de este modo su nuevo estado y no inspirar tentación a ningún otro hombre. Dado el carácter tranquilo y suave de la mujer nipona, lo que en otras partes de la tierra sería imposible, es en el Japón de absoluta regularidad, pues basta proferir sólo una frase descortés para el marido o para la suegra, para que, si el esposo lo pide o si la esposa expone cualquier queja, sea admitido el divorcio, deshecho el lazo matrimonial y separados los cónyuges fácilmente. Con estas leyes, en otros países, seguramente serían disueltos muy pronto todos los matrimonios.
En el Japón han regido durante miles de años en todo el Imperio, y aún hoy, en los pueblos, se sigue viviendo de esta manera.
Todos los japoneses, especialmente las mujeres, son meticulosamente corteses y bien educados, pródigos en saludos y en sonrisas. Cuando dos señoras se encuentran en la calle, y lo mismo cuando van de visita, los cumplidos y votos de felicidad que mutuamente se dirigen van acompañados, cada uno de ellos, de profundas reverencias en número incontable. Nunca osarán hablar en voz demasiado alta, y menos a gritos, pues esto está considerado como de muy mal gusto y reñido con la buena educación. La voz, los modales, los movimientos, el deambular, la sonrisa, todo, en la mujer nipona, es suave, delicado, parejo con su cuerpo pequeño y delgado, pues bien por la clase de alimentación o por otras causas, la obesidad es desconocida en el Japón.
Una gueisha, en pleno otoño, contempla, arrobada, durante su paseo, las plantas y flores de la estación. |
Y rebasando todo esto, lo más encantador es el idioma ; el delicado idioma japonés, como si los dioses, primeros fundadores del Japón, hubiesen recogido a brazadas toda la magnífica floración del sakura, de la glicina y del crisantemo, y entre sus manos divinas hubieran realizado el milagro de convertir las flores en palabras, derramándolas por todo el archipiélago. Acaso sea el japonés el único idioma del mundo en que no existan palabras soeces, injuriosas ni obscenas.
Con las nuevas costumbres occidentales implantadas hace cincuenta años próximamente por el emperador Mutsu Hito, las mujeres han dado un salto formidable y se han habituado a ellas, adaptándose perfectamente a la nueva vida. En la corte, en las grandes ceremonias palaciegas, comenzaron a vestir trajes europeos y, poco a poco, la nueva moda fué descendiendo hasta el corazón del pueblo, hasta hoy que, en las grandes ciudades, casi todos, hombres y mujeres han cambiado sus kimonos por las occidentales vestiduras. Pero, ¡ay!, fuerza es confesarlo; con el cambio de indumento nada han salido ganando y, por lo contrario, han perdido ese perfume típico, ese sugestivo encanto que el kimono prestaba a los cuerpos japoneses, hechos para ceñirse en sus trajes nacionales, y al disfrazarse de europeos pierden toda su gracia y hechizo. No debemos negar, sin embargo, que para las exigencias de la nueva vida son mucho más cómodos los sencillos vestidos europeos que los complicados kimonos.
La inmensa mayoría de las mujeres niponas, abandonando viejas costumbres, no aguantan ya sumisas la tiranía familiar, emancipándose rápidamente con gran sobresalto y alarma de los tradicionalistas, alma del Japón de ayer. Hoy las mujeres van a las fábricas a ganarse su vida y su bienestar con absoluta independencia, llenando, arrulladas por el libertador ritmo de Occidente, talleres, oficinas, despachos, laboratorios y universidades. Practican toda clase de deportes con tanta maestría y con mayor gentileza, sin perder el dulce sello de su feminidad, que las inglesas y americanas. No es raro ver diminutas mujeres enfundadas en el mono del mecánico, ejerciendo osadamente de aviadoras, realizando las más arriesgadas pruebas. La mujer lo ha invadido todo: la Universidad, la Banca, la Prensa, el Comercio. Hay famosas doctoras en Medicina y Cirugía, cuyos consultorios rebosan de clientes; sutilísimas odontólogas, profundas abogadas que han roto la antigua esclavitud femenina, saltando por encima de la, al parecer, infranqueable montaña de la tradición.
La dama admira, sonriente, el rápido vuelo del gan, pájaro viajero que alegra la dorada visión del cielo otoñal. |
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