EL JAPÓN (año 1929)
por JIDEKO SELLÉS ÓGUINO DE VIDAL
6.- LOS NIÑOS
A los treinta días, si es hembra ; a los treinta y uno si es varón, son conducidos al templo que les corresponde, y tirando de un grueso cordón, a cuyo extremo tiembla un gran cascabel pendiente del techo, piden a los dioses que les conserven todos sus sentidos.
Esta ceremonia equivale al bautizo que se practica en Occidente; es la presentación del recién nacido a los dioses en el templo.
A los cien días se verifica la ceremonia de dar de comer al niño por vez primera. Siéntanlo ante una mesita de laca, con su escudo, colmada de ricos manjares y con la punta de los palillos de madera simulan darle a probar de todo, celebrando la fiesta los asistentes comiendo y bebiendo sake.
De un modo semejante se celebra el cumpleaños, y al décimotercero, como el 13 es un número nefasto también para los japoneses, para libertarse de su dañosa influencia dirígense al templo de Cokuzo, el dios de la Sabiduría, para que otorgue al niño su protección y alumbre su inteligencia.
Durante las fiestas de las flores, lo mismo que las de las pagodas famosas, los niños van acompañados de sus madres, y desde su más tierna infancia aprenden a admirar, a sentir y a amar toda la poesía y toda la belleza de esta tierra incomparable. Luminoso el paisaje, floridos los árboles, la espléndida hermosura penetra insensiblemente en el alma del niño, despertando en él al futuro artista, y a cada sucesiva peregrinación a los parques floridos, a las agrestes montañas, con sus ruidosas cascadas, imponentes, unas, desflecadas, otras, como madejas de hilos de plata deslizándose por entre las rocas, el niño se siente subyugado por tanta belleza y abre al arte su alma y su corazón. No ha tenido aún maestros de pintura ni de poesía, pero la Naturaleza, la gran maestra, va inculcando en él generosamente el sentimiento de lo bello, y preparándolo para ser en lo futuro un nuevo sacerdote del Arte.
En cada parque florido de sakura (cerezo), que visto desde lejos semeja un ramillete colosal de rosadas flores, o en cada estanque encantado con su lluvia de grandes racimos de glicinas, hay siempre uno o varios templos erigidos en honor de algún emperador, nieto de dioses, de algún heroico guerrero poeta, o de algún samurai valiente que supo dar su vida por el Mikado.
Los niños van aprendiendo todas estas hazañas, y en cada templo que visitan reciben una nueva lección de valor y de heroísmo. Su amante madre va enseñándoles a ser como ellos, a imitar su energía, a reproducir sus proezas, a rendir la vida por defender a su patria.
Incúlcanles la idea de que es preciso romper el opresor círculo del anónimo, realizar algo portentoso, ser algo grande, y los niños, desde pequeñitos, viven ya poseídos, obsesionados por esta idea, soñando con llegar a ser protagonistas de elevadas acciones conquistadoras de un nombre. Así, con férrea tenacidad, con voluntad indomable, con recia energía, sin omitir sacrificios, sin evitarse molestias, atentos sólo al fin, los niños de ayer han logrado abrirse camino hoy, hasta llegar a colocarse a la cabeza de las naciones.
En el Japón se rinde verdadero culto a la sabiduría. El niño que se distingue por su inteligencia, es admirado y querido por todos y respetado por sus camaradas que ven en él un relicario en el que los dioses han depositado el quid divinum. A ejemplo de él, los demás niños quieren ser todos ellos el primero en sacrificar sus juegos para dedicarse al estudio. Los holgazanes son mirados con desprecio, porque aunque no todos nacen con la misma disposición natural, todos han aprendido desde pequeños que lo que puede hacer uno puede realizarlo otro, supliendo la cortedad de su inteligencia con un alarde de indomable voluntad.
En el vocabulario japonés no existen palabras insultantes. Todo él es un florido ramillete de cortesía y de buena educación. La palabra más ofensiva es ajó: tonto; intolerable hasta entre niños del colegio, poniendo cada cual de ellos de su parte cuanto es menester para que nunca se les pueda aplicar.
(copyleft 2007) Solosequenosenada.com
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