EL JAPÓN (año 1929)
por JIDEKO SELLÉS ÓGUINO DE VIDAL
3.- LOS DAIMIOS
Los daimios. señores feudales soberbios y opulentos, ya citados, jamás, a pesar de su insaciable ambición y de su desenfrenada vanidad, osaron suplantar al Mikado. Siempre respetaron su origen divino, y aunque muchas veces quisieron imponerle su voluntad, nunca atentaron contra su vida, pues ni un sólo momento olvidaron que descendía de la fascinadora diosa del Sol, Amatera Omi no Kami, y de Susanoo, dios de la Fuerza y del Valor.
La bellísima puerta que conduce al panteón de Iyemistu, en Nikko. | Puerta al panteón del shogún Tokugawa Iemitsu, foto año 2007. |
Los daimios vivían encerrados en sus castillos, con su séquito de fieles samurais, hidalgos al servicio del daimio, hombres belicosos, amantes del peligro y dedicados a las guerras que los daimios se hacían entre sí. Si alguno de ellos caía en desgracia o creía haber perdido la estimación de su señor, en presencia del mismo se abría el vientre, rogando al más querido de sus amigos que hiciese volar su cabeza con un tajo de uno de los dos sables que todos llevan al cinto. Esta trágica ceremonia es la que recibe el famoso nombre de «jarakiri».
En la historia de los samurais existe un pasaje notabilísimo, hecho que no ignoran ni aun los niños del Japón.
Habiéndole pedido en cierta ocasión un favor el daimio Asano Takumi no Kami a Kirá Koodzuké, éste, dentro del palacio imperial, en una reunión de cortesanos, se negó en absoluto a complacer a Asano, no sin antes abrumarlo con multitud de frases ofensivas, terminando por mofarse de él. Asano, teniendo en cuenta que se hallaba en la mansión del Mikado, aguantó cuanto pudo las ofensas de Koodzuké hasta que, incapaz de mayor resistencia, sacó un sable corto que llevaba en la cintura con intención de matarlo. Pero otro noble, Kakugawa Jonzó, le sujetó los brazos, sin poder evitar que Koodzuké recibiese una pequeña herida en la frente. Este, hombre influyente cerca del Mikado, denunció al emperador el hecho, y como toda agresión en la morada imperial era castigada con la muerte, logró que se decretase el «jarakiri» contra Asano.
Los samurais, subditos de éste, juraron entonces vengarlo, empresa arriesgada y difícil, tratándose del astuto Koodzuké, quien se encerró en su fortaleza protegido por un ejército mercenario, viviendo así, alerta siempre, durante varios años, sin que en el transcurso de los cuales pudieran los juramentados vengadores de Asano dar fin a su empresa. Al principio fueron más de 80 los que juraron vengarlo; pero al cabo de los años este número fué reduciéndose hasta 47, los cuales, durante una cruel noche de invierno, se presentaron en el palacio de Koodzuké, ya mal guardado, porque la desconfianza había ido desvaneciéndose poco a poco, y con toda cortesía le recomendaron que se dispusiese a morir, pues venían a tomar venganza de la muerte de su señor Asano Takumí. Acto seguido le cortaron la cabeza, y clavándola en la punta de una lanza fueron, al amanecer, a depositarla en la tumba de Asano, lavándola antes en una deliciosa fuente que brota a pocos pasos y en la que desde entonces nadie ha osado mojar sus manos ni sus pies.
Consumada ya la venganza y satisfechos los vengadores, los 47 samurais fueron a entregarse a sus jueces, pidiendo que se les concediese la muerte abriéndose el vientre, y alcanzado esto, fuéronse todos ellos al templo en que está la sepultura de su señor, y allí, dignamente, se practicaron el «jarakiri», pereciendo en medio de un rojo lago de sangre.
Los 47 leales recibieron sepultura junto a su señor, quien yace en el centro, bajo una lápida más grande que la de los demás, agrupadas alrededor formando un semicírculo.
El Japón entero los venera con un culto entusiástico, lleno de admiración ; no hay nadie que ignore esta épica hazaña, cantada en sendos poemas por todos los poetas japoneses. Constantemente hay flores frescas sobre sus tumbas, y los peregrinos se renuevan continuamente, acudiendo a este paraje doblemente encantador por lo admirable del paisaje que lo rodea y por conservar los restos de los más nobles y abnegados samurais, que supieron morir por dar nuevo brillo al honor de su señor y dueño, ultrajado por Koodzuké.
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